El llanto por falta de inanición del bebé, nos confirma que necesita la alimentación, su estruendo comienza a vibrar con un dolor agudo irresistible cuando, pasado el tiempo, no recibe respuesta alimentaria. Sus mecanismos de aviso le hacen quejarse, gritar y poner en alerta a todo su cuerpo con movimientos imparables de sus bracitos y de sus piernas con excitada desesperación.
Todo su cuerpo sufre a la vez: el llanto paraliza su estabilidad y el profundo dolor estanca su relajada madurez neuronal quedándose fijada toda la energía en el momento irresistible de desesperación. Es la primera aparición del “dolor emocional”, al que también podemos llamar “ansiedad”. Un espacio de tiempo muy prolongado con esta “herida” en el bebé dejará una impronta que, aunque no la recuerde ya conscientemente, ha quedado grabada en sus células neuronales, y necesitará espacios de tiempo más cortos para poder tolerar , sin desesperación, las posteriores situaciones de inanición. Su cuerpo se sensibiliza y de la desesperación pueden aparecer manchas rojas en la piel, órgano íntimamente ligado al desarrollo del sistema nervioso central, cuyo origen es compartido.
Un gran disgusto en un bebé, puede tener una repercusión a nivel cerebral que se traduce en una interrupción de la armonía del desarrollo neurológico, apareciendo espacios de desconexión neurológica, paradas en la evolución serena y simultánea de las células nerviosas con repercusión en las áreas sensibles de organización perceptiva, áreas que lentamente van madurando a lo largo de los tres primeros años: la visión, aparato otorrino-laringológico (audición, olfato, movimientos linguales), motricidad, balbuceo…, los sentidos que florecen son interrumpidos bruscamente por fuertes impactos emocionales, «sustus» que irrumpían en el proceso madurativo neurológico.
Una vez que el adulto intenta saciarlo, el niño no está en disposición de aceptarlo, ni tampoco tolera la relación. Su desesperación es tan superlativa que rechaza el pecho, el biberón o cualquier medio de aproximación, hasta que pasado un ratito, cuando su serenidad le permita reconocer el calor, la voz, los olores, la mirada clavada en la de la persona que reconoce, y con la calma con la que se aproxima el progenitor, le ayudará con paciencia, a que puedan ir apareciendo hilos de confianza y reconocimiento. Será entonces cuando podremos entender que ese dolor profundo, insalvable, sentido hace un largo rato, lleva vías de extinción… Ya calmado, podrá aceptar el alimento que provenga del adulto, no sin una experiencia de desconfianza.
Si esta tensión en las relaciones se viviera con mucha frecuencia, nos encontraríamos con un tipo de apego que recibe el nombre de ambivalente.
Más adelante, cuando el niño vaya creciendo y el estilo de comunicación y relación se haya mantenido con unos parámetros de demasiada espera, demasiado sufrimiento, demasiado desconcierto para el niño, aunque después se reencuentre con el progenitor, podemos descubrir caracteres infantiles con impulsividad y búsqueda de atención de los adultos, reclamando con insistencia su presencia y costándole aceptar cuando el adulto se marcha de su lado, resistiéndose incluso a despedirse de él, cuando sea mayor, por miedo a que de nuevo le cueste mucho reencontrarlo.
Pero el vacío queda en él. Vacío de inconsistencia porque no perdura en su memoria emocional una imagen de ilusión ante el reencuentro totalmente confiado, sino sólo chispas de proximidad y lejanía que le desconciertan.
Es importante que el niño, de bebé disponga de un recuerdo del progenitor: un muñeco, una ropita de vestir, un trocito de tela, que a través de ella el niño pueda retener, reconociendo la presencia de la madre/padre/progenitor durante su ausencia y le ayude a mantener la espera confiada.